un quiosco de malaquita
9/5/17
Conócete a ti mismo
Dicen que lo decía el oráculo de Delfos. Y cómo va a equivocarse un oráculo. Entiendo, entonces, que eso de conocerse a uno mismo es algo que hay que aprender para enseñar a la prole. Yo lo de aprender lo voy llevando y lo de enseñar, lo intento, aunque algunos me han salido ya licenciados en la materia.
- Mamá, ¿por qué no me pusiste de nombre esterdón?
Será un nuevo dinosaurio, qué sabré yo.
- ¿Esterdón? Pues supongo que porque me gusta más Manel.
- Pero el esterdón es el hueso más fuerte del esqueleto. Yo debería llamarme esterdón.
1/5/17
El punto sobre la i
Ese defecto que mencionaba ayer no es exclusivo de la comunidad materna. Ni mucho menos. También aqueja en gran medida a los abuelos. Mucho más que a las abuelas, en contra de lo que se suele pensar. Las abuelas -algún día alguien muy aburrido dará a mis palabras base científica- antes fueron madres y pecaron de orgullo filial, pero los años todo lo curan y, aunque ahora echan flores sobre sus nietos, son en realidad la mar de críticas y procuran enmendar los errores que cometen hijas y nueras. Pero para los abuelos este tipo de orgullo es un achaque que llega con la edad.
Mi propio padre empezó a mostrar síntomas al nacer su primera nieta, Joana. Joana empezó a hablar pronto y aún no se ha callado. Y también empezó pronto a leer. Cuando alguien comentaba esto al abuelo, él solía quitar hierro (con una falsa modestia que a nadie engañaba) diciendo "sí, bueno, pero el inglés aún se le atraganta un poco". ¡Si tenía un año escaso, la criatura!
Pues desde entonces ya ha llovido, pero él no ha mejorado.
- Avi, yo ya sé leer.
- ¿En serio, Eugenia? ¡Qué ilusión! A ver, ¿qué pone aquí?
Y el abuelo señala una palabra cualquiera del primer libro que ha encontrado a mano. A saber: la hoja dominical, el Dioscórides o un recetario de la Thermomix.
Eugenia mira muy seria y concentrada las letras. Y al abuelo. Y las letras. Y al abuelo. Y, resuelta, responde:
- No, avi; yo solo sé leer animales. Mira. ¿Ves esto de aquí? Pues pone o-ve-ja.
Mi propio padre empezó a mostrar síntomas al nacer su primera nieta, Joana. Joana empezó a hablar pronto y aún no se ha callado. Y también empezó pronto a leer. Cuando alguien comentaba esto al abuelo, él solía quitar hierro (con una falsa modestia que a nadie engañaba) diciendo "sí, bueno, pero el inglés aún se le atraganta un poco". ¡Si tenía un año escaso, la criatura!
Pues desde entonces ya ha llovido, pero él no ha mejorado.
- Avi, yo ya sé leer.
- ¿En serio, Eugenia? ¡Qué ilusión! A ver, ¿qué pone aquí?
Y el abuelo señala una palabra cualquiera del primer libro que ha encontrado a mano. A saber: la hoja dominical, el Dioscórides o un recetario de la Thermomix.
Eugenia mira muy seria y concentrada las letras. Y al abuelo. Y las letras. Y al abuelo. Y, resuelta, responde:
- No, avi; yo solo sé leer animales. Mira. ¿Ves esto de aquí? Pues pone o-ve-ja.
25/4/17
Veo veo
Algunas madres tienen el defecto de pensar, de creer, que sus hijos son más listos que nadie. Si lo sabré yo, que tengo los chavales más listos del mundo. Pero a veces es falta de perspectiva.
Sus hermanos han enseñado a Patxi a jugar a "veo veo" y, como es muy listo, lo ha pillado enseguida y se ha aficionado. De camino a casa, sola con Ana, que se ha dormido mecida por el runrún del coche, y con Patxi, es una buena opción para entretenernos.
- Mamá, jugamos al veo veo.
- Vale. Empie...
- Veo veo.
- ¿Qué ves?
- Una cosita.
- ¿De qué color es?
- Marrón.
- Los árboles.
- No.
- Las hojas del suelo.
- No.
- Ese cartel.
- No.
- Tu caballo.
- ¡Sí! Ahora tú.
- Veo veo.
- ¿Qué ves?
- Una cosita de color...
- ¡Marrón!
- No. Azul.
- No. Marrón. Yo.
-Patxi, es mi turno, he dicho...
- Veo veo.
- Vale... ¿Qué ves?
- ¡Marrón!
- Mmmm. ¿Tu caballo?
- ¡Sí! Te toca.
- Veo veo.
- Ahora yo. Veo veo.
Y no sigo, por no aburrir. Pero, en resumen, nunca llegó mi turno y todo era marrón.
Sus hermanos han enseñado a Patxi a jugar a "veo veo" y, como es muy listo, lo ha pillado enseguida y se ha aficionado. De camino a casa, sola con Ana, que se ha dormido mecida por el runrún del coche, y con Patxi, es una buena opción para entretenernos.
- Mamá, jugamos al veo veo.
- Vale. Empie...
- Veo veo.
- ¿Qué ves?
- Una cosita.
- ¿De qué color es?
- Marrón.
- Los árboles.
- No.
- Las hojas del suelo.
- No.
- Ese cartel.
- No.
- Tu caballo.
- ¡Sí! Ahora tú.
- Veo veo.
- ¿Qué ves?
- Una cosita de color...
- ¡Marrón!
- No. Azul.
- No. Marrón. Yo.
-Patxi, es mi turno, he dicho...
- Veo veo.
- Vale... ¿Qué ves?
- ¡Marrón!
- Mmmm. ¿Tu caballo?
- ¡Sí! Te toca.
- Veo veo.
- Ahora yo. Veo veo.
Y no sigo, por no aburrir. Pero, en resumen, nunca llegó mi turno y todo era marrón.
21/3/17
De cajones (con A)
Yo pensaba que era un hecho. Puede que mi muestra no fuera representativa, pero me valía y nunca la cuestioné. Hasta ayer.
- Manel, este cajón es un desastre. Ven conmigo. Hay que hacer limpieza. Veamos qué quieres guardar y qué tiramos.
No habré oído yo veces esto mismo. Aún hoy, a veces, abro cajones en casa de mis padres y miro su contenido con mis ojos de hija. Y me sonrío y los cierro otra vez con mis manos apresuradas de hija, con miedo de que aparezca mi madre por detrás y advierta que jamás tiré esa rama de pino que recogí en una excursión en sexto, ni la etiqueta de la cerveza que me tomé esa noche con mis amigas, ni la esquina de hoja cuadriculada con cuatro versos muy malos que me escribió alguien a quien casi ni recuerdo.
Y si lo he oído veces, más veces se lo he dicho a Joana. Cada vez que abro uno de sus cajones y veo con alarmados ojos de madre que los papeles arrugados comparten espacio con envoltorios de caramelo, cartones mal recortados y bolígrafos inútiles. Mis manos de madre tiemblan con ansias de volcar el cajón en la papelera; así, sin reciclar ni nada. Y empieza la dura lucha del "es que lo necesito", "es que me lo regaló...", "es que es de cuando...". Las dos terminamos agotadas y el cajón, la verdad, pierde poco peso y gana algo de dignidad, aunque será efímera.
Pues ya me estaba yo acorazando cuando...
- Vale. A ver. Este papel para tirar... ¿Dónde...?
- Dame, Manel. Aquí, en mis manos.
- Otro. También se tira. Esto es de cuando iba a cuatro años; se puede tirar. Esta manualidad se ha torcido mucho; para tirar también. Estos cromos... Sí, también a tirar. Esto no -es una postal-. Estas tapas de petitsuís, para tirar... ¡Esta no, mamá, que es mi letra! ¡Ay, esta es la medalla que me hizo Joana! La quiero guardar. ¿Por qué hay cáscara de huevo en el cajón, mamá? Bueno, para tirar. Ya está. Ahora ordeno y terminamos, ¿no?
Fue cosa de minuto y medio. Y porque a mí me costó un rato reaccionar.
- Manel, este cajón es un desastre. Ven conmigo. Hay que hacer limpieza. Veamos qué quieres guardar y qué tiramos.
No habré oído yo veces esto mismo. Aún hoy, a veces, abro cajones en casa de mis padres y miro su contenido con mis ojos de hija. Y me sonrío y los cierro otra vez con mis manos apresuradas de hija, con miedo de que aparezca mi madre por detrás y advierta que jamás tiré esa rama de pino que recogí en una excursión en sexto, ni la etiqueta de la cerveza que me tomé esa noche con mis amigas, ni la esquina de hoja cuadriculada con cuatro versos muy malos que me escribió alguien a quien casi ni recuerdo.
Y si lo he oído veces, más veces se lo he dicho a Joana. Cada vez que abro uno de sus cajones y veo con alarmados ojos de madre que los papeles arrugados comparten espacio con envoltorios de caramelo, cartones mal recortados y bolígrafos inútiles. Mis manos de madre tiemblan con ansias de volcar el cajón en la papelera; así, sin reciclar ni nada. Y empieza la dura lucha del "es que lo necesito", "es que me lo regaló...", "es que es de cuando...". Las dos terminamos agotadas y el cajón, la verdad, pierde poco peso y gana algo de dignidad, aunque será efímera.
Pues ya me estaba yo acorazando cuando...
- Vale. A ver. Este papel para tirar... ¿Dónde...?
- Dame, Manel. Aquí, en mis manos.
- Otro. También se tira. Esto es de cuando iba a cuatro años; se puede tirar. Esta manualidad se ha torcido mucho; para tirar también. Estos cromos... Sí, también a tirar. Esto no -es una postal-. Estas tapas de petitsuís, para tirar... ¡Esta no, mamá, que es mi letra! ¡Ay, esta es la medalla que me hizo Joana! La quiero guardar. ¿Por qué hay cáscara de huevo en el cajón, mamá? Bueno, para tirar. Ya está. Ahora ordeno y terminamos, ¿no?
Fue cosa de minuto y medio. Y porque a mí me costó un rato reaccionar.
17/3/17
Otra vez tropiezo con la soberbia
Bueno...
Vale...
Es posible que no se me dé tan tan tan bien. Que esta vez me haya pasado...
- ¿Sí?
- ¿La madre de Joana?
- Sí.
- Mira, tenemos que coordinarnos. La familia y el colegio, quiero decir. Joana no atiende en clase. Y no es una clase en concreto, o una profesora. Es en todas. Puede que al principio esté bien y trabaje, pero al cabo de un rato, nada. O al revés: entra la profesora en clase y ella sigue a lo suyo; todas las compañeras están ya preparadas, alguna incluso le da un codazo para avisarla. Ni caso.
- ¿Y qué hace? Digo, ¿molesta? ¿No para de hablar?
- Qué va. Lee.
PD: Hay que decir que escribo esto ahora que esta actitud ya ha mejorado bastante; que está muy bien leer, pero no siempre uno puede hacer lo que quiera cuando quiera.
PPD: Por si acaso, la de la imagen no es Joana, aunque lo parezca (se nota en el pelo: Joana lo lleva corto). Es Matilda, el personaje de Roal Dahl ilustrado por Quentin Blake.
Vale...
Es posible que no se me dé tan tan tan bien. Que esta vez me haya pasado...
- ¿Sí?
- ¿La madre de Joana?
- Sí.
- Mira, tenemos que coordinarnos. La familia y el colegio, quiero decir. Joana no atiende en clase. Y no es una clase en concreto, o una profesora. Es en todas. Puede que al principio esté bien y trabaje, pero al cabo de un rato, nada. O al revés: entra la profesora en clase y ella sigue a lo suyo; todas las compañeras están ya preparadas, alguna incluso le da un codazo para avisarla. Ni caso.
- ¿Y qué hace? Digo, ¿molesta? ¿No para de hablar?
- Qué va. Lee.
PD: Hay que decir que escribo esto ahora que esta actitud ya ha mejorado bastante; que está muy bien leer, pero no siempre uno puede hacer lo que quiera cuando quiera.
PPD: Por si acaso, la de la imagen no es Joana, aunque lo parezca (se nota en el pelo: Joana lo lleva corto). Es Matilda, el personaje de Roal Dahl ilustrado por Quentin Blake.
14/3/17
Fomentar la lectura
Aquí no necesito consejo; se me da de lujo.
- Venga. Nos vamos paseando a hacer la compra.
- Yo yevo e'to.
13/3/17
Amar la naturaleza
Otro buen consejo es el de enseñar a los niños a amar la naturaleza. Con los dos mayores no me hizo falta. Son un buen equipo: encuentran bichos, los observan, los fotografían y catalogan. De vez en cuando, intentan cazarlos y alimentarlos, con lo que mueren, casi sin excepción (los bichos, no los niños), pero son accidentes. Los dos siguientes también forman equipo, pero sus correrías son otras. Las explicaciones de la Eugenia activaron la alarma y me decidieron a tomar el consejo:
- Mamá, hemos encontrado un bicho. Yo he avisado a Patxi, que lo ha pisado. Después lo he recogido con este cartón y lo he echado a las hierbas. Solo estaba un poco muerto.
Había que hacer algo para que este par amara la naturaleza. Empecé por lo fácil.
- Mirad, un perro.
Y mano de santo, oye. Es decir esto y mi número cuatro demuestra con creces un explosivo amor... por mí: se agarra a mi pierna, toma mi mano como si en ello le fuera la vida o trepa hasta mi cuello con la agilidad propia de sus dos años y medio. Incluso chilla, y bastante agudo. No le veo yo fácil solución a su historia con los perros (también se aparta de palomas y patos, pero sin histerismos), sobre todo desde que ha alcanzado cotas espirituales: el sábado me contó, muy serio y compungido, que al Cristo de la iglesia unos perros le habían mordido las rodillas, de ahí que las tuviera ensangrentadas.
¿Algún consejo?
- Mamá, hemos encontrado un bicho. Yo he avisado a Patxi, que lo ha pisado. Después lo he recogido con este cartón y lo he echado a las hierbas. Solo estaba un poco muerto.
Había que hacer algo para que este par amara la naturaleza. Empecé por lo fácil.
- Mirad, un perro.
Y mano de santo, oye. Es decir esto y mi número cuatro demuestra con creces un explosivo amor... por mí: se agarra a mi pierna, toma mi mano como si en ello le fuera la vida o trepa hasta mi cuello con la agilidad propia de sus dos años y medio. Incluso chilla, y bastante agudo. No le veo yo fácil solución a su historia con los perros (también se aparta de palomas y patos, pero sin histerismos), sobre todo desde que ha alcanzado cotas espirituales: el sábado me contó, muy serio y compungido, que al Cristo de la iglesia unos perros le habían mordido las rodillas, de ahí que las tuviera ensangrentadas.
¿Algún consejo?
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