Después de mirar y remirar el Panteón, deambulamos. Creo que deambular ha sido nuestra actividad principal en Roma. Y no tiene nada que ver con que yo olvidara nuestra ruta bien planificada en casa. Deambular es bonito, es tranquilo, es pausado. Te permite detenerte en una esquina para descubrir una fuente que dispara un chorro mágico si taponas el orificio natural del grifo. O ante una ventana adornada con un león que se come una piña (están locos estos romanos...). O descubrir el Parlamento y la columna de Marco Aurelio y un montón de obeliscos coleccionables.
Intentamos leer la historia de la columna, pero la letra era demasiado pequeña, así que Joana fotografió una parte para intentarlo más tarde, y listo.
Y llegamos a los pies de la escalinata de Plaza España.
- ¿Cuántos escalones habrá, Joana?
- No sé, ¿cuántos?
- Ni idea. Cuenta.
- Vale.
Y se lanzó escaleras arriba. La seguíamos con la mirada mientras ascendía, concentrada. Luego la perdimos en el segundo recodo. Como un cazador al acecho, adelanté mi mirada a sus pasos y esperé a que apareciera en lo alto, saludara e iniciara el descenso, pero pasaban los segundos (eso serían, aunque se alargaban como los metros finales de un maratón) y no la veía. Las manos se me aferraban al cochecito en que dormía Manel, porque si lo soltaba volaría sobre los escalones, buscando debajo de cada piedra, detrás de cada turista. Íñigo me contemplaba, con Eugenia sonriéndole desde la mochila, e interrogaba mi ansiedad. De vez en cuando también lanzaba miradas a la monstruosa escalera que se había tragado a nuestra niña.
- ¡Mira!
Joana bajaba tranquila. Ya no concentrada, sino abstraíada. Llegó hasta nosotros.
- Ya está.
- Pensaba que saludarías desde arriba.
- Y he saludado.
- Ah.
No me dedicaré a la caza. No me importa, tampoco tenía vocación.
- ¿Y cuántos escalones hay?
- Ciento cuarenta y ocho.
* Las fotos sin Joana son de Joana. La huella en Roma queda para mañana.
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