8/3/10

una historia de amor


En nuestra parroquia, cerca de la puerta de entrada, un monaguillo limosnero recibe a los fieles. A fuerza de verlo ahí, quieto sobre su peana, la mayoría no le presta demasiada atención; sólo los niños y algunas ancianas hacen repiquetear alguna vez su caja de madera. Pero él sigue sonriendo y esperando.
A Joana le gusta ocupar el banco que queda justo detrás del monaguillo. A mí me parece bien: ni demasiado lejos como para olvidar dónde está, ni demasiado cerca como para robarle el protagonismo al sacerdote.
Se ha traído un libro. Así, se entretiene en silencio mientras el sacerdote habla o la grey responde. Pero el libro termina demasiado pronto. Joana se levanta y se pone a mi lado, delante de mí, al otro lado, sobre mis rodillas. La siento a mi lado y la miro con cara de "estate un poco quieta, por favor". Lo entiende.
Aguanta un par de minutos sentada. Descubre que entre nuestro banco y el monaguillo limosnero existe un espacio diminuto por el que tal vez pueda pasar. Se sube a la peana, abrazada al monaguillo y empieza a rodearlo, pasito a pasito, buscando quedar frente a él. La veo, claro, pero la peana y la figura entera me parecen suficientemente pesadas como para no temer el barullo de una caída aparatosa. La dejo hacer. Ahora ya está frente al monaguillo. Subida a su mismo pedestal de madera quedan casi a la misma altura, aunque el monaguillo es un poco más alto. Por eso, Joana tiene que alzar un poco los brazos para enlazar su cuello. Y así abrazada le planta un beso en los labios y, como una heroina romántica, baja el escalón y vuelve tranquila a mi lado.
Y por un momento da la sensación de que al monaguillo se le salen los colores.

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