30/12/08
Mi abuela conoce las olas
Hemos caminado por el paseo después del temporal. Todo cubierto de arena, limpia y gruesa, como debe ser. La abuela le ve el lado práctico: No sé a qué esperan los del ayuntamiento para aprovechar todo esto; deberían vender esta buena arena a los pueblos que no tienen más que esa arenilla fina y sucia.
El restaurante no ha abierto este fin de semana. Por exceso de playa. Porque la playa ha saltado el muro y me ha llegado hasta la puerta.
Hay conchas sobre la acera y en la calzada. Desdeñamos las rotas, los pedazos de esquinas redondeadas y los todavía angulosos. Las buscamos enteras, hermosas, para llenar botes de cristal o hacer collares. De vez en cuando observamos los embates del mar, que ya no está furioso, pero parece que aún le dura la rabieta. Además de dejar arena y conchas sobre el asfalto, lo ha mellado y ha arrancado un par de baldosas en los miradores públicos.
Papá ve conchas allá abajo, en la auténtica playa y corre a las escaleras de piedra tosca para bajar a recogerlas. Yo quiero las conchas, pero cada ola que bate me sobresalta. Y lo llamo fuerte para que regrese. Mamá me abraza y sonríe y dice que no pasa nada, pero que siga llamando. Se acerca una grande y no quiero que lo atrape. ¡Regresa! Trepa por el muro allí donde la arena depositada se lo permite, porque las manos no pueden ayudarlo demasiado, cargadas como van de conchas. La abuela me mira.
- ¿Te has asustado?
- Sí. He visto una ola muy grande.
- Sí. Yo ya estaba a punto de tirarme para salvarlo.
La miro. Sonríe.
- ¿Qué? ¿No te lo crees? Te contaré un secreto: yo conozco estas olas. He nadado con ellas.
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